Los debates educativos contemporáneos están crecientemente permeados por cómo entender, posicionar y usar la inteligencia artificial (en adelante, IA) para apoyar los procesos de enseñanza, aprendizaje y evaluación, así como para responder a las necesidades de educadores y alumnos como un todo entrelazado. No se trata solamente de una discusión centrada en los supuestos, contenidos, recursos e implicancias de la IA que, en todo caso, versaría sobre los usos potenciales y reales de las tecnologías en educación, sino principalmente sobre cómo la inteligencia humana, asumiendo su diversidad de perfiles y expresiones, orienta, sustancia, regula y controla el uso de la IA en educación.
Veamos algunas puntas de un debate que todavía se encuentra en una fase que podría considerarse especulativa, experimental y sin evidencias concluyentes sobre los impactos que podría tener la IA en la educación. En gran medida conviven visiones optimistas y pesimistas que, en definitiva, se encuadran en un debate societal de más amplio alcance sobre lo que podría implicar un uso extendido de la IA para mejorar la prolongación y la calidad de la vida humana. Asimismo, tenemos la impresión de que el debate sobre la misma opera, en algunos casos, sobre ciertos vacíos culturales y sociales, sin que se advierta con claridad que todo producto de la IA está mediado por la acción humana en su génesis, desarrollo, aceptación, evaluación y expansión.
En primer lugar, tomamos como punto de referencia una definición mencionada recientemente por la UNESCO (2021), que concibe la IA como los sistemas computacionales diseñados para interactuar con el mundo mediante capacidades que son usualmente pensadas como humanas (Luckin, Griffiths & Forcier, 2016). Bajo el paraguas de la IA se incluye un vasto repertorio de tecnologías que abarcan, por ejemplo, desde el reconocimiento del habla y de las imágenes hasta lo que se denomina creatividad artificial, esto es, sistemas que pueden crear fotografías, música, trabajos de arte e historias.
Como se ha señalado, las funcionalidades de la IA crecen de manera sostenida y significativa, lo cual abre la interrogante sobre su estatus. En todo caso, se trata de un asunto controvertido. El fondo mismo de la discusión devela diversidad de concepciones sobre la persona, así como sobre el ejercicio de la ciudadanía, el trabajo y la vida en comunidad. La aplicación de la IA remite siempre a una discusión ética, cultural y política sobre qué valores y referencias sustentan sus producciones. Como señala la UNESCO (2021), las máquinas dependen de los humanos para elegir, descartar y clasificar datos, diseñar y entrenar a los algoritmos, y realizar juicios de valor sobre los productos. Nada vinculado a la inteligencia artificial se podría separar de las construcciones y de las valoraciones humanas que le dan sentido.
Cuánto se tienen en cuenta los factores asociados a la contextualización local y cultural en la ideación de productos de la IA es un asunto clave, ya que la omisión de su consideración podría llevar a suponer que hay respuestas estandarizadas que se aplican por igual con independencia de las afiliaciones de las personas y de los grupos, así como de sus diferencias. Esto podría llevar a suponer que la IA da cuenta de respuestas uniformes y estandarizadas frente a órdenes de desafíos y problemas de variado nivel de complejidad que ameritan diversidad de abordajes que resultan complementarios.
¿La IA sustituye, complementa, aumenta o apoya las capacidades humanas? ¿Se puede pensar que, en un futuro no tan lejano, la IA no solo reemplace a los humanos en la realización de tareas rutinarias, de baja intensidad cognitiva, sino también en aquellas que implican, por ejemplo, el uso de conceptos abstractos y de habilidades relacionadas con la lógica y el álgebra, la exploración de escenarios y respuestas frente a situaciones cambiantes e impredecibles, e incluso el manejo y el “control” de emociones?
¿O bien se trata de identificar los nichos en que las inteligencias humanas y la IA se pueden complementar? Por cierto, la IA tiene una clara ventaja en el procesamiento de grandes cantidades de datos (big data) y en la identificación de pautas comunes a estos, así como en la aplicación de razonamientos y métodos estadísticos. Asimismo, los humanos son muchos más rápidos y dúctiles para organizar sus propios aprendizajes —entre otras, sus competencias para el aprendizaje autónomo y autorregulado—, aplicar el sentido común y elaborar juicios de valor (UNESCO, 2021).
La evidencia indica que la IA tienen un desempeño por debajo de un infante de dos años. En efecto, el prestigioso neurocientista Stanislas Dehane (2018) señala que un infante puede realizar una serie de funciones para las que las neuronas artificiales serían incapaces en la mayoría de los casos. Entre otras funciones, Dehaene menciona el aprendizaje de conceptos abstractos, la mayor velocidad de aprendizaje de los humanos respecto a la IA, el aprendizaje social que resulta de los intercambios entre personas, la integración de diferentes tipos de información en una red de conocimientos que tengan sentido, la capacidad de identificar reglas generales que subyacen a casos particulares y la capacidad de integrar conocimientos para resolver problemas nuevos. Ciertamente, la inteligencia humana posee una serie de atributos que en el momento actual escapan a las posibilidades de la IA.
Es razonable suponer que existe un campo propicio para que la combinación de las inteligencias humanas y artificial potencie la respuesta frente a diversos órdenes de desafíos. Por ejemplo, en el área de la salud se ha encontrado que cuando se combinan tecnologías de imagen con el trabajo de los radiólogos se logran mejores resultados que mediante las acciones de la IA y de los radiólogos por separado (UNESCO, 2021).
En segundo lugar, las aplicaciones de la IA en educación plantean una serie de interrogantes en el plano ético, así como en su rol de eventual apoyo a alumnos y educadores. Como señala la UNESCO (2021), es un campo incipiente donde no hay mayores antecedentes de investigación, así como tampoco orientaciones/guías, políticas y marcos regulatorios que indaguen en los aspectos éticos. Entre otros aspectos fundamentales, nos referimos a: a) la conceptualización, recolección, uso y control de los datos sobre los alumnos; b) la falta de explicitación y de discusión sobre los supuestos con base en los cuales la IA procesa y toma las decisiones, y c) cómo se entienden las necesidades de aprendizaje de todos los alumnos tomando en cuenta sus motivaciones y emociones y cómo se responde a ellas. Más aún, la ética está llamada a pronunciarse y a intervenir cuando se usa la IA para monitorear el comportamiento y el nivel de atención del alumno mediante el uso de cámaras en las aulas, o cuando se graban las clases y se la usa para analizar cómo la calidad del intercambio en el aula contribuye al aprendizaje (UNESCO 2021).
Tomando las precauciones éticas insoslayables, la IA puede hacer una contribución clave para plasmar una propuesta educativa personalizada a las expectativas y necesidades de aprendizaje de cada alumno. En particular, nos referimos a lo que se conoce como sistemas de tutoría inteligentes (ITS por sus siglas en inglés). Los ITS son un ejemplo de personalización, ya que establecen un rutero para que cada alumno recorra, atendiendo a sus necesidades/dificultades de aprendizaje y mediante el uso de materiales adecuados y un repertorio de actividades, con base en el conocimiento de expertos en diversas temáticas.
Uno de los principales desafíos parece residir en que dicho sistema, a la vez que ayude a conseguir determinados objetivos establecidos en el currículo —esto es, lo que se debe enseñar, aprender y evaluar—, pueda conectar con los intereses de los estudiantes y les permita asumir protagonismo en sus propios aprendizajes. No hay evidencia concluyente sobre el impacto que los ITS que se comercializan en el mercado tienen sobre los aprendizajes de los alumnos (UNESCO, 2021) y, en particular, sobre el desarrollo de competencias tales como la autorregulación de los aprendizajes.
No es cuestión de que el estudiante siga pasivamente al tutor artificial, sino que se pueda generar un ida y vuelta que tenga sentido para el alumno y que lo involucre. Si el alumno sigue un rutero de aprendizaje sin posibilidad de retroalimentar lo que se le está compartiendo, difícilmente se tendrán en cuenta sus motivaciones, intereses, fortalezas y debilidades. En educación las emociones y las cogniciones son un todo inseparable (Dehane, 2018).
Asimismo, importa preguntarse si los ITS no están acotados a modelos instruccionales de transmisión del conocimiento sin dejar espacio para otros enfoques valorados por las ciencias de los aprendizajes, como aprendizaje colaborativo, descubrimiento del aprendizaje guiado y la consideración del error como fuente del aprendizaje significativo (UNESCO 2021). Lo que efectivamente importa parece estar en encontrar una adecuada combinación de enfoques que permitan identificar, entender, apuntalar y evidenciar el potencial de excelencia inherente cada alumno.
En definitiva, cualquier instrumento de IA que se use en educación tendría que alinearse a las competencias y a los conocimientos que el sistema educativo aspira a contribuir a desarrollar en los alumnos. La mediación educativa —institucional, curricular, pedagógica y docente— conjuntamente con las mediaciones ética, cultural y social, son la base para ponderar, integrar y usar diversidad de productos de la IA. No son decisiones ingenuas ni ascéticas, que pueden asumirse como dadas y tomadas por los “instrumentos”, sino que reflejan y dan cuenta de diversidad de visiones sobre las personas, los educadores y los alumnos.